Pindu

Ayer me quemé. Me quemé en un dedo mientras cocinaba. Me salió una ronchita blanca. Corrí rapidito al grifo y puse mi dedo bajo el chorro de agua fría. Escocía. Un escozor persistente y agudo. Pensé que si me concentraba en otra cosa no sentiría el escozor pero seguía sintiéndolo.
Me acordé de Pindu. De la primera vez que la ví. De su sonrisa. De su flequillo sobre las cejas. De su alegría pegajosa y magnética.
Recordé cómo me impactó. Pensé que ella también me había quemado. Había sentido ese escozor no doloroso, dulce, inquietante y también persistente. En mi corazón lo sentía y en mi pecho y en mis tripas.
Recordé cómo después del primer encuentro había deseado volver a verla.
Me sentía alborozada, traviesa y juguetona.
Soplaba la ronchita blanca de mi dedo y el aire sobre la herida mojada me calmaba.
Y pensaba que cuando conocí a Pindu, soplaba sobre la yesca recién prendida. Para avivar el fuego, soplaba. Soplaba dentro de mí, sobre mi corazón... y eso no me calmaba.







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